viernes, 31 de agosto de 2007

La democracia de la lengua (fragmento), por Alex Grijelmo,



“… Me atrevería a sugerir ante esta sabia audiencia que simplifiquemos la gramática antes de que la gramática termine por simplificarnos a nosotros. Humanicemos sus leyes, aprendamos de las lenguas indígenas, a las que tanto debemos, lo mucho que tienen todavía que enseñarnos y enriquecernos, asimilemos pronto y bien los neologismos técnicos y científicos antes de que se nos infiltren sin digerir, negociemos de buen corazón con los gerundios bárbaros, los que endémicos, el dequeísmo parasitario, y devolvamos al subjuntivo presente el esplendor de sus esdrújulas: váyamos en vez de vayamos, cántemos en lugar de cantemos, o el armonioso muéramos en vez del siniestro muramos. Jubilemos la ortografía, terror del ser humano desde la cuna: enterremos las haches rupestres, firmemos un tratado de límites entre le ge y la jota, y pongamos más uso de razón en los acentos escritos, que al fin y al cabo nadie ha de leer lagrima donde diga lágrima, ni confundirá revolver con revólver. ¿Y qué de nuestra be de burro y nuestra ve de vaca, que los abuelos españoles nos trajeron como si fueran dos y siempre sobra una?”.

Tanto revuelo originaron estas palabras de Gabriel García Márquez, que se vio obligado a aclararlas en una entrevista con Joaquín Estefanía, en el diario El País, de Madrid, publicada esa misma semana. He aquí algunas de sus frases: “Mi ortografía me la corrigen los correctores de pruebas. Si fuera un hombre de mala fe diría que ésta es una demostración más de que la gramática no sirve para nada. Sin embargo, la justicia es otra: si cometo pocos errores gramaticales es porque he aprendido a escribir leyendo al derecho y al revés a los autores que inventaron la literatura española y a los que siguen inventándola porque aprendieron con aquéllos. No hay otra manera de aprender a escribir. […] Dije y repito que debería jubilarse la ortografía. Me refiero, por supuesto, a la ortografía vigente, como una consecuencia inmediata de la humanización general de la gramática. No dije que se elimine la letra hache, sino las haches rupestres. Es decir, las que nos vienen de la edad de piedra. No muchas otras, que todavía tienen algún sentido, o alguna función importante, como en la conformación del sonido che, que por fortuna desapareció como letra independiente. […]. No faltan los cursis de salón o de radio y televisión que pronunciaban la be y la ve como labiales o labidentales, al igual que en las otras lenguas romances. Pero nunca dije que se eliminara una de las dos, sino que señalé el caso con la esperanza de que se busque algún remedio para otro de los más grandes tormentos de la escuela. Tampoco dije que se eliminaran la ge o la jota. Juan Ramón Jiménez reemplazó la ge por la jota, cuando sonaba como tal, y no sirvió de nada. Lo que sugería es más difícil de hacer pero más necesario: que se firme un tratado de límites entre las dos para que se sepa dónde va cada una. […]. Creo que lo más conservador que he dicho en mi vida fue lo que dije sobre los acentos: pongamos más uso de razón en los acentos escritos. Como están hoy, con perdón de los señores puristas, no tienen ninguna lógica. Y lo único que se está logrando con estas leyes marciales es que los estudiantes odien el idioma”.


La entrevista se remataba con la repetición de una frase pronunciada en Zacatecas: “Simplifiquemos la gramática antes de que la gramática termine por simplificarnos a nosotros”.

Gabriel García Márquez se ha ganado con sus novelas el título de escritos más fascinante de cuantos han empleado el idioma español en el siglo XX. Y aún le queda el XXI. Pero seguramente no hemos entendido sus digresiones lingüísticas tan bien como su obra literaria.

La frase “simplifiquemos la gramática antes de que la gramática termine por simplificarnos a nosotros” está construida con ritmo y con gracia. Y, sin embargo, no resulta fácil hallarle fundamento. Antes al contrario, cuando simplifiquemos la gramática nos habremos simplificado nosotros mismos.

Para empezar, las normas de los acentos no pueden ser más simples. Se basan en una combinación tal, que una vez conocida no cabe posibilidad alguna de dudar sobre la pronunciación de un vocablo escrito, ni sobre la manera de escribirlo una vez pronunciado. Parten de que la mayoría de las voces del español son llanas (acento prosódico en la penúltima sílaba) y establecen con arreglo a ello que no llevan tilde las palabras que no la necesitan. Si precisan el acento ortográfico, eso significa que sin él se leerían (y en muchos casos se entenderían) de otra manera. Cierto que aún se pueden reformar algunos criterios (por ejemplo, ¿por qué “guión” lleva acento si no se lo ponemos a “dio” o “vio” , o “dios”? ¿y por qué “cenit” no lo tiene?), pero la regla general no presenta demasiadas dificultades de aprendizaje. Además, casi nadie escribe cada palabra tras pensar en cuantas normas gramaticales le son aplicables, sino que su correcta ortografía surge limpia desde el fondo de todas nuestras lecturas.
El español ha aceptado en su historia muchas reformas, pero nunca una ruptura con lo inmediatamente anterior. Y siempre decididas por los propios hablantes.

Tales modificaciones resultaban más sencillas siglos atrás, cuando el ser vivo aún se hallaba creciendo y engordando, en periodo de formación y de aprendizaje.

El lenguaje representa lo más democrático que la civilización humana se ha dado. Hablamos como el pueblo ha querido que hablemos. Las lenguas han evolucionado por decisión de sus propios dueños, sin interferencias unilaterales de los poderes; aún más: en un principio han impuesto los pueblos su lengua a los poderes.
La historia de nuestro idioma sirve de ejemplo para comprender cómo los pueblos pueden gobernar sus destinos.



TOMADO DE:
Grijelmo, Álex. Defensa apasionada del idioma español. Madrid, Taurus:1988.

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