lunes, 30 de agosto de 2010

TERCER GRUPO DE REGLAS DE ACENTUACIÓN

Tercer grupo de reglas de acentuación.

Como vimos en la clase anterior, los monosílabos no se tildan, con excepción de los diacríticos. La tilde diacrítica sirve para dar un valor distintivo a una palabra que tiene dos funciones diferentes, por ejemplo, él, como pronombre (quiero que se lo des a él ) frente a el como artículo (éste es el nudo del asunto).

Hay algunos otros diacríticos:

Dé (del verbo dar). Tienes que pedirle a mi hermano que te dé el dinero.
De (preposición). La casa de José es de madera

Sí (afirmación, pronombre). Sí, quiero ir contigo mañana. Lo quiere todo para sí. Luego del fuerte golpe volvió en sí.
Si (conjunción condicional). Si quisiera que me llames te lo diría.

Sé (de los verbos saber o ser): Sé que no estuviste en casa. ¡Sé un buen hijo!
Se (pronombre). Se me rompió un plato.

Aún (equivalente a todavía). ¿Aún no ha llegado?
Aun (equivalente a hasta, también, inclusive). Debes responsabilizarte por tus actos, aun cuando seas menor de edad.

Más (cantidad):}. Ricardo siempre quiere tener más y más dinero.
Mas (pero). El alcalde llegó puntualmente mas tuvo que esperar al presidente.

Tú (pronombre). Quiero que tú me acompañes al juicio.
Tu (adjetivo posesivo). Me gusta tu anillo.

Mí: (pronombre). Aquella mesa está reservada para mí.
Mi (adjetivo posesivo). Mi casa está en la calle Azcúnaga.

Té (bebida). ¿Quieres un té o un café?
Te (pronombre). ¿Te quedarás esta noche?

Sólo lleva tilde cuando significa solamente(adverbio). Iré sólo si me prometes que me llevarás al cine.
Solo no lleva tilde cuando significa que algo está sin compañía, en soledad (adjetivo). El viudo vive solo.



Los demostrativos (este, esta, estos, estas, ese, esa, esos, esas, aquel, aquella, aquellos, aquellas) llevan tilde cuando cumplen la función de pronombre, es decir que reemplazan a algo que se sobreentiende por el contexto. Me gustan mucho los Mercedes Benz, pero éstos son mis favoritos.

Cuando los demostrativos cumplen la funcion de modificadores del sustantivo al que acompañan, no llevan tilde. Estos azulejos necesitan una reparación. Esa mujer me resulta conocida

Las palabras qué, cuál, cuáles, quién, quiénes, dónde, cuándo, cómo, cuánto, cuánta, cuántos, cuántas se tildan cuando tienen un sentido interrogativo o exclamativo. En cualquier otro caso no llevan tilde. ¿Qué será de mi andina y dulce Rita de junco y capulí? ¿Quiénes son los invitados? ¡Qué bueno que hayas conseguido cupo en esa clase!La casa en la que vive Rafa es de madera. ¿Dónde comerás? El lugar donde será la boda está marcado en el mapa.

Para acabar con las clases referentes a la acentuación, recordemos que las palabras escritas en mayúsculas se tildan, al igual que cualquier palabra escrita en minúscula. La creencia de que las palabras en mayúscula no necesitan llevar tilde está equivocada

jueves, 26 de agosto de 2010

Lecturas para la clase 2 de composición 100, 1er. semestre 2010-2011

Botella al mar para el dios de las palabras
Gabriel García Márquez

A mis doce años de edad estuve a punto de ser atropellado por una bicicleta. Un señor cura que pasaba me salvó con un grito: ¡Cuidado! El ciclista cayó a tierra. El señor cura, sin detenerse, me dijo: ¿Ya vio lo que es el poder de la palabra? Ese día lo supe. Ahora sabemos, además, que los mayas lo sabían desde los tiempos de Cristo, y con tanto rigor, que tenían un dios especial para las palabras.

Nunca como hoy ha sido tan grande ese poder. La humanidad entrará en el tercer milenio bajo el imperio de las palabras. No es cierto que la imagen esté desplazándolas ni que pueda extinguirlas. Al contrario, está potenciándolas: nunca hubo en el mundo tantas palabras con tanto alcance, autoridad y albedrío como en la inmensa Babel de la vida actual. Palabras inventadas, maltratadas o sacralizadas por la prensa, por los libros desechables, por los carteles de publicidad; habladas y cantadas por la radio, la televisión, el cine, el teléfono, los altavoces públicos; gritadas a brocha gorda en las paredes de la calle o susurradas al oído en las penumbras del amor.

No: el gran derrotado es el silencio. Las cosas tienen ahora tantos nombres en tantas lenguas que ya no es fácil saber como se llaman en ninguna. Los idiomas se dispersan sueltos de madrina, se mezclan y confunden, disparados hacia el destino ineluctable de un lenguaje global.

La lengua española tiene que prepararse para un ciclo grande en ese porvenir sin fronteras. Es un derecho histórico. No por su prepotencia económica, como otras lenguas hasta hoy, sino por su vitalidad, su dinámica creativa, su vasta experiencia cultural, su rapidez y su fuerza de expansión, en un ámbito propio de diecinueve millones de kilómetros cuadrados y cuatrocientos millones de hablantes al terminar este siglo. Con razón un maestro de letras hispánicas en los Estados Unidos ha dicho que sus horas de clase se le van en servir de intérprete entre latinoamericanos de distintos países. Llama la atención que el verbo pasar tenga cincuenta y cuatro significados, mientras en la república del Ecuador tienen ciento cinco nombres para el órgano sexual masculino, y en cambio la palabra condoliente, que se explica por sí sola, y que tanta falta nos hace, aun no se ha inventado. A un joven periodista francés lo deslumbran los hallazgos poéticos que encuentra a cada paso en nuestra vida doméstica. Que un niño desvelado por el balido intermitente y triste de un cordero, dijo: "Parece un faro''. Que una vivandera de la Guajira colombiana rechazó un cocimiento de toronjil porque le supo a Viernes Santo. Que Don Sebastián de Covarrubias, en su diccionario memorable, nos dejó escrito de su puño y letra que el amarillo es el color de los enamorados. ¿Cuántas veces no hemos probado nosotros mismos un café que sabe a ventana, un pan que sabe a rincón, una cereza que sabe a beso?

Son pruebas al canto de la inteligencia de una lengua que desde hace tiempos no cabe en su pellejo. Pero nuestra contribución no debería ser la de meterla en cintura, sino al contrario, liberarla de sus fierros normativos para que entre en el siglo veintiuno como Pedro por su casa. En ese sentido, me atrevería a sugerir ante esta sabia audiencia que simplifiquemos la gramática antes de que la gramática termine por simplificarnos a nosotros. Humanicemos sus leyes, aprendamos de las lenguas indígenas a las que tanto debemos lo mucho que tienen todavía para enseñarnos y enriquecernos, asimilemos pronto y bien los neologismos técnicos y científicos antes de que se nos infiltren sin digerir, negociemos de buen corazón con los gerundios bárbaros, los ques endémicos, el dequeísmo parasitario, y devolvamos al subjuntivo presente el esplendor de sus esdrújulas: váyamos en vez de vayamos, cántemos en vez de cantemos, o el armonioso muéramos en vez del siniestro muramos. Jubilemos la ortografía, terror del ser humano desde la cuna: enterremos las haches rupestres, firmemos un tratado de límites entre la ge y jota, y pongamos más uso de razón en los acentos escritos, que al fin y al cabo nadie ha de leer lagrima donde diga lágrima ni confundirá revolver con revólver. ¿Y qué de nuestra be de burro y nuestra ve de vaca, que los abuelos españoles nos trajeron como si fueran dos y siempre sobra una?

Son preguntas al azar, por supuesto, como botellas arrojadas a la mar con la esperanza de que les lleguen al dios de las palabras. A no ser que por estas osadías y desatinos, tanto él como todos nosotros terminemos por lamentar, con razón y derecho, que no me hubiera atropellado a tiempo aquella bicicleta providencial de mis doce años.
Bibliografía:
García Márquez, Gabriel. "Botella al mar para el dios de las palabras". El País 18-oct-04: 173.


La democracia de la lengua (fragmento), por Alex Grijelmo.


“… Me atrevería a sugerir ante esta sabia audiencia que simplifiquemos la gramática antes de que la gramática termine por simplificarnos a nosotros. Humanicemos sus leyes, aprendamos de las lenguas indígenas, a las que tanto debemos, lo mucho que tienen todavía que enseñarnos y enriquecernos, asimilemos pronto y bien los neologismos técnicos y científicos antes de que se nos infiltren sin digerir, negociemos de buen corazón con los gerundios bárbaros, los que endémicos, el dequeísmo parasitario, y devolvamos al subjuntivo presente el esplendor de sus esdrújulas: váyamos en vez de vayamos, cántemos en lugar de cantemos, o el armonioso muéramos en vez del siniestro muramos. Jubilemos la ortografía, terror del ser humano desde la cuna: enterremos las haches rupestres, firmemos un tratado de límites entre le ge y la jota, y pongamos más uso de razón en los acentos escritos, que al fin y al cabo nadie ha de leer lagrima donde diga lágrima, ni confundirá revolver con revólver. ¿Y qué de nuestra be de burro y nuestra ve de vaca, que los abuelos españoles nos trajeron como si fueran dos y siempre sobra una?”.
Tanto revuelo originaron estas palabras de Gabriel García Márquez, que se vio obligado a aclararlas en una entrevista con Joaquín Estefanía, en el diario El País, de Madrid, publicada esa misma semana. He aquí algunas de sus frases: “Mi ortografía me la corrigen los correctores de pruebas. Si fuera un hombre de mala fe diría que ésta es una demostración más de que la gramática no sirve para nada. Sin embargo, la justicia es otra: si cometo pocos errores gramaticales es porque he aprendido a escribir leyendo al derecho y al revés a los autores que inventaron la literatura española y a los que siguen inventándola porque aprendieron con aquéllos. No hay otra manera de aprender a escribir. […] Dije y repito que debería jubilarse la ortografía. Me refiero, por supuesto, a la ortografía vigente, como una consecuencia inmediata de la humanización general de la gramática. No dije que se elimine la letra hache, sino las haches rupestres. Es decir, las que nos vienen de la edad de piedra. No muchas otras, que todavía tienen algún sentido, o alguna función importante, como en la conformación del sonido che, que por fortuna desapareció como letra independiente. […]. No faltan los cursis de salón o de radio y televisión que pronunciaban la be y la ve como labiales o labidentales, al igual que en las otras lenguas romances. Pero nunca dije que se eliminara una de las dos, sino que señalé el caso con la esperanza de que se busque algún remedio para otro de los más grandes tormentos de la escuela. Tampoco dije que se eliminaran la ge o la jota. Juan Ramón Jiménez reemplazó la ge por la jota, cuando sonaba como tal, y no sirvió de nada. Lo que sugería es más difícil de hacer pero más necesario: que se firme un tratado de límites entre las dos para que se sepa dónde va cada una. […]. Creo que lo más conservador que he dicho en mi vida fue lo que dije sobre los acentos: pongamos más uso de razón en los acentos escritos. Como están hoy, con perdón de los señores puristas, no tienen ninguna lógica. Y lo único que se está logrando con estas leyes marciales es que los estudiantes odien el idioma”.

La entrevista se remataba con la repetición de una frase pronunciada en Zacatecas: “Simplifiquemos la gramática antes de que la gramática termine por simplificarnos a nosotros”.

Gabriel García Márquez se ha ganado con sus novelas el título de escritos más fascinante de cuantos han empleado el idioma español en el siglo XX. Y aún le queda el XXI. Pero seguramente no hemos entendido sus digresiones lingüísticas tan bien como su obra literaria.

La frase “simplifiquemos la gramática antes de que la gramática termine por simplificarnos a nosotros” está construida con ritmo y con gracia. Y, sin embargo, no resulta fácil hallarle fundamento. Antes al contrario, cuando simplifiquemos la gramática nos habremos simplificado nosotros mismos.

Para empezar, las normas de los acentos no pueden ser más simples. Se basan en una combinación tal, que una vez conocida no cabe posibilidad alguna de dudar sobre la pronunciación de un vocablo escrito, ni sobre la manera de escribirlo una vez pronunciado. Parten de que la mayoría de las voces del español son llanas (acento prosódico en la penúltima sílaba) y establecen con arreglo a ello que no llevan tilde las palabras que no la necesitan. Si precisan el acento ortográfico, eso significa que sin él se leerían (y en muchos casos se entenderían) de otra manera. Cierto que aún se pueden reformar algunos criterios (por ejemplo, ¿por qué “guión” lleva acento si no se lo ponemos a “dio” o “vio” , o “dios”? ¿y por qué “cenit” no lo tiene?), pero la regla general no presenta demasiadas dificultades de aprendizaje. Además, casi nadie escribe cada palabra tras pensar en cuantas normas gramaticales le son aplicables, sino que su correcta ortografía surge limpia desde el fondo de todas nuestras lecturas.
El español ha aceptado en su historia muchas reformas, pero nunca una ruptura con lo inmediatamente anterior. Y siempre decididas por los propios hablantes.

Tales modificaciones resultaban más sencillas siglos atrás, cuando el ser vivo aún se hallaba creciendo y engordando, en periodo de formación y de aprendizaje.

El lenguaje representa lo más democrático que la civilización humana se ha dado. Hablamos como el pueblo ha querido que hablemos. Las lenguas han evolucionado por decisión de sus propios dueños, sin interferencias unilaterales de los poderes; aún más: en un principio han impuesto los pueblos su lengua a los poderes.
La historia de nuestro idioma sirve de ejemplo para comprender cómo los pueblos pueden gobernar sus destinos.